Un ventarrón de clichés se deja venir cuando uno pronuncia su nombre. Los medios amarillistas, impresos o electrónicos, gozan con inventar buena parte de lo que “informan” sobre ella, siempre que aparezcan una foto y un llamado en portada que les haga vender ejemplares o ganar rating, según el caso. El aire de escándalo que la rodea suele opacar su trabajo: ese gozo que se toma tan en serio desde los 20 años de edad y que le sigue siendo tan redituable y le impulsa a ser una de las mujeres más trabajadoras del rock-pop mexicano. Uno lee “Alejandra Guzmán” y la asociación libre remite a canciones pegajosas de los difusos años noventa, estrafalarios cambios de look, voz rasposa y desgarrada, desvergüenza, pero también su nombre puede asociarse a un intento por reducirla a una mera fachada comercial sin sustento.
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